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Algo más que indignarnos

  • 23 dic 2021
  • 2 Min. de lectura

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La violencia de género es el reflejo de una sociedad cada día más agresiva y que tiene menos respeto por la vida. Casos como el de Naomi Arcentales se han vuelto parte de nuestra realidad cotidiana a la par de que se normaliza ese desenlace de injusticia, impunidad e indefensión que viven miles de mujeres en el país. El problema es crónico y con más de un frente de acción. Si bien es cierto parte de la solución implica una transformación en la operación de justicia, es claro que el desafío más grande será erradicar como sociedad en conjunto la tolerancia y la justificación antojadiza de quien ve la violencia como una opción.


Las cifras de la Fiscalía revelan las huellas de un sistema judicial incapaz de proteger y de una serie de acciones, emprendidas por los últimos gobiernos de turno, que son insuficientes para prevenir. Es así como 6 de cada 10 ecuatorianas ha vivido violencia al menos una vez en su vida. El 45% de esas víctimas ha crecido en contextos de violencia doméstica desde los 15 años y solo el 5% denuncia a sus agresores.


Si aterrizamos estas cifras a casos como el de Naomi es más fácil entender por qué son pocas las víctimas que confían en el sistema y denuncian. Esto va desde lo engorroso que es el trámite y pasa por un proceso en el que la víctima es expuesta al escarnio público repetidamente. Es entonces cuando buscar justicia se vuelve otra forma de ser agredido.


La pregunta que debemos formularnos es ¿qué estamos haciendo ante la tolerancia social del maltrato a la mujer? No me refiero solo a las autoridades, las que normalmente condenan los crímenes y ofrecerán aplicar todo el rigor de la ley al victimario. Mi pregunta apunta a las acciones que debemos tomar como ciudadanos comunes y corrientes, más allá de hablar, lamentarnos o indignarnos. El cambio implica una nueva actitud a la hora de valorar lo que concebimos como violencia. Así, por ejemplo, es vital tener claro que el asunto va más allá de un golpe o un insulto. Es menester revisar nuestras acciones cotidianas y asumir que probablemente hemos actuado con violencia en algún momento; ya sea de forma involuntaria o como reflejo de la generación en la fuimos formados. Eso debe cambiar y no repetirse.


Cosas sencillas pero elementales como el enseñarles a nuestros niños en los hogares y en las escuelas que la violencia es condenable a todo nivel y en toda circunstancia. Que conozcan sus derechos y tengan un sentido muy elevado sobre la igualdad y respeto entre hombres y mujeres. Pero, sobre todo, enseñarles que callar solo tiene dos resultados: seguir siendo víctima o transformarse en un cómplice.


Necesitamos de parte de nuestras autoridades hechos y no palabras. De poco nos sirve que trasladen sus reacciones a las redes sociales. Hoy resulta urgente la construcción de una verdadera política pública de alcance nacional y con recursos suficientes para brindar asistencia psicológica y legal a quienes son víctimas de este flagelo. Mientras que, en materia judicial, será imprescindible crear procesos de denuncia más seguros, discretos y cuyo resultado no sea la impunidad.

 
 
 

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